El matrimonio de Alejandro y Constanza en Peñaflor, Talagante

La crónica de nuestro matrimonio

El día estuvo soleado, un viento tenue rosaba nuestras pieles. De mi ventana te vi pasar, hermoso, delicado y espectacular. Bajé las escaleras, sosteniendo fuertemente esas hermosa peonias con un delicado lazo rosado. Llegue a la puerta, miré al cielo, era el día. Desde lejos lo observé, bajo la copa de los árboles estaba él, radiante, con ojos inundados en magia, ansioso, expectante, aún no la veía. Los segundos eran testigo de lo hermoso que sería este inicio. Al compás de Can’t Help Falling In Love, tomada del brazo del hombre que más amo en el mundo, mi padre, mi compañero. Un paso lento pero fuerte, nerviosa, radiante y segura. Sobre el pasto pétalos de rosas de un millón de colores marcaban el camino a mi nueva vida, ya no sola, ahora tomada de la mano de aquel hombre que ante todos, juré cuidarlo, amarlo y respetarlo todos los días de mi vida. Pequeñas flores se veían pasar, cada una se dejaba ver, admirar y apreciar su ternura, hasta terminar su recorrido y posar levemente en el suelo. El viento fue cómplice de nuestro amor, de nuestras promesas, de nuestras afirmaciones. Sin miedo dije Si, sin miedo dijiste Si y fue para toda la vida. Deje caer en tu dedo nuestro sello de amor, dejaste caer en mi dedo un sello de eternidad. Besaste mi mano, bese tu mano y ahí supe que estaba en una nube en la cual jamás quiero bajar. Nuestros ojos se entrelazaban y solo nosotros sabíamos lo que el uno sentía por el otro. No existía el resto, no existía nadie más, solo el latido de nuestros corazones, el sonido de nuestra respiración nerviosa pero leve. Nos miramos, sonreímos, tocaste mi mejilla y posaste tus labios cálidos en los míos sellando así nuestro eterno y maravilloso amor.